El encuentro dialógico de literatura y religión en el modelo de la parábola

The dialogical encounter between literature and religion in the parable model



Roberto Onell H.
Doctor en Literatura
Pontificia Universidad Católica de Chile
ronell@uc.cl
Fecha de recepción: 23/04/2020
Fecha de aceptación: 30/07/2020



Cómo citar este artículo: R. Onell H. “El encuentro dialógico de literatura y religión en el modelo de la parábola” en Palabra y Razón. Revista de Teología, Filosofía y Ciencias de la Religión. Nº 17 Julio 2020, pp 62-74 https://doi.org/10.29035/pyr.17.62



Resumen: Este trabajo tiene como objetivo ofrecer una interpretación de la relación inherente entre literatura y religión. En efecto, a partir de su condición de fingimiento (fictio, fictionis), la ficción literaria propone al lector un modelo o figura plausible de lo real representado. Por su parte, la religión ofrece asimismo un modelo o figura de lo real; por lo pronto, un modelo de comunidad ideal, anhelada, deseable, que también supone una interpretación de aquello que se propone llevar a cumplimiento. Esto, que hasta aquí comporta una semejanza operativa entre dos discursos, encuentra un punto de contacto en la enseñanza mediante parábolas del Jesús de los evangelios. A partir de ese expediente, el solo despliegue imaginativo nos habilita para una mirada omnicomprensiva de la literatura como huella de sentido.

Palabras claves:
Literatura / religión / parábola / sentido / diálogo


Abstract:
This paper aims to provide an interpretation of the inherent relationship between literature and religion. Indeed, from its condition of pretense (fictio, fictionis), literary fiction proposes to the reader a model or plausible figure of the represented reality. For its part, religion also offers a model or figure of the real; for the time being, a model of ideal, desired, desirable community, which also supposes an interpretation of that which it proposes to bring to fulfillment. This, which up to this point implies an operative similarity between two discourses, finds a point of contact in the teaching through the parables of the Jesus of the Gospels. From this file, the only imaginative display enables us to have an all-embracing view of literature as a trace of meaning.

Keywords:
Literature / religion / parable / meaning / dialogue




1. A modo de introducción

Estas páginas traen a la palestra una confrontación posible del fenómeno literario con el fenómeno religioso a partir de al menos una semejanza de base: la de constituirse, ambos fenómenos, como hipótesis de realidad, afirmaciones plausibles de lo real, ya sea de lo real acontecido, ya sea de lo real por-venir. En este empeño nuestro, nos ayudan las reflexiones de algunos autores que mencionamos a su debido tiempo, y cuyos trabajos contribuyen al pensar siempre inacabado acerca del valor para la cultura –para nuestros modos de convivir y de habitar el mundo– de la palabra articulada en texto de ficción. De momento, la noción del ver-como, de Paul Ricoeur, ha de situarse justo en la intersección de la literatura y de la religión, comprendidas ambas como universos textuales. Hemos de abordar la posible transitividad que el filósofo advierte hacia las consecuencias ontológicas de toda obra de ficción en su apropiación lectora (ver-como y ser-como), precisamente en virtud de la posibilidad de que la literatura de ficción sea experiencia de sentido existencial y atisbo de una fe, confesional o no.


2. La hipótesis literaria

Que la literatura narre por escrito es cosa sabida, hoy en día autoevidente, y parece innecesario indagarlo en su acontecer. Pero no siempre fue así, y el recordarlo puede encendernos alguna luz desusada, pero no impertinente para nuestros días. Desde el antiguo Occidente, al menos en la Antigüedad más conocida por nosotros, la del mundo greco-latino, sabemos que aquello que llegó a ser escrito, es decir, que llegó a ser adoptado, cubierto y, por qué no pensarlo así, también protegido por la escritura, era en principio oral. Conocemos las reflexiones de Platón y de Aristóteles respecto al estatuto que cabe y debiese caber a la escritura en relación al pensar filosófico. El caso de los diálogos, por ejemplo, entre otros hallazgos de la experiencia humana, nos dejan saber que la búsqueda de la verdad no sólo es en lo otro, en los otros, sino también con los otros, en tiempo presente, en el lugar de una presencia, en la mutua comparecencia, en la inestabilidad y vivacidad del presente.

En ese saber dialogal y dialogado, la oralidad juega un papel tan relevante, que es difícil exagerarlo. Verba volant, scripta manent1, se dijo latín, no precisamente para estimular una mayor valoración de la escritura, sino para ponderar el dinamismo, la flexibilidad y, en último término, la vitalidad de la palabra oral. Que la palabra vuele es, desde el ancestral simbolismo de la altura y de los seres alados que se remontan a ella, algo más bello y, claro, más deseable que el permanecer, toda vez que esa permanencia puede denotar inmovilidad, fijeza, palabra muerta. Y notemos todavía algo más: el adagio establece la distinción entre dos modos de palabra: verba y scripta. Las lenguas romances, por cierto, han mantenido y complejizado esa distinción, toda vez que en tiempos modernos la escritura se complejizó en su propio dinamismo y, de modo semejante y acaso correspondiente, se complejizaron también los modos de la oralidad misma. Pero el aserto latino reserva el vocablo superior, el del lado de signo positivo, verba, para la oralidad; diríamos que ése es el verbo por excelencia y lo otro es “nada más” que escritura.

Así pues, también Jorge Luis Borges nos recuerda que la vitalidad de lo oral fue preferible a la permanencia de la escritura:

Pitágoras desdeñó la escritura; Platón inventó el diálogo filosófico para obviar los inconvenientes del libro, “que no contesta a las preguntas que le hacen”; Clemente de Alejandría opinó que escribir en un libro todas las cosas era como poner una espada en manos de un niño; el adagio latino Verba volant, scripta manent, en que ahora se ve una exhortación a fijar con la pluma los pensamientos, se dijo para prevenir el peligro de los testimonios escritos. A estos ejemplos no sería difícil agregar otros, judíos o gentiles. Y nada he dicho del más alto de todos los maestros orales, que hablaba por parábolas y que, una vez, como si no supiera que la gente quería lapidar a una mujer, escribió unas palabras en la tierra, que no ha leído nadie. (90-91)

Una vitalidad quizá más parecida a la vida, al mundo de la vida (Lebenswelt2), más verosímil y, en consecuencia, acaso más confiable que aquello fijado, aquello que permanece para no moverse más. Una vitalidad que la masificación del libro, ya en tiempos modernos, catapultará en distintas y cambiantes direcciones.

Todo cuanto sabemos acerca de la verosimilitud que Aristóteles detectara, estudiara, problematizara y exigiera en la ficción literaria, ha sido enfatizado, con perfecta pertinencia en tantos casos, al menos en dos dimensiones reconocibles: la visualidad y la semántica. En cuanto visualidad que se despliega en la palabra y desde la palabra, la ficción literaria debe parecerse a la verdad de lo que vemos en la vida individual y común, incluidos los objetos y panoramas insólitos, inéditos, aquellos que tienen la extrañeza de lo onírico y que observamos, sin embargo, como verosímiles verbi gratia. Aun aquello nunca visto es posible de ver como verosímil en la medida en que es situado en una red de relaciones –poemáticas, narrativas, dramatúrgicas– que autoriza textualmente su acontecer. Así también en cuanto semántica desplegada en y desde la palabra, la obra literaria debe parecerse a la verdad que escuchamos o que echamos en falta en la vida extraliteraria; a aquello que refuerza, por las más diversas e inseguras vías, el estatuto de lo real, el crecimiento del ser.

Porque todo mundo imaginario gana nuestra aceptación y nuestra confianza –porque de eso se trata: de confiar más, de confiar menos, de no confiar–, gracias a la plausibilidad que él mismo ha puesto ante nosotros. Y nos gana en la doble acepción: nos vence y nos lleva con él. En este sentido, podríamos decir que la obra, considerada como red de relaciones textuales, se autoriza a sí misma. “Cuando uno se lanza a la arbitrariedad y a la fantasía […] se crea otra lógica, igualmente respetable. Y como la arbitrariedad tiene sus leyes, debe uno también conocerlas para respetarlas. Si se es arbitrario frente a ellas, la arbitrariedad carece de sentido poético y literario” (33), ha reconocido Gabriel García Márquez. Y con ánimo similar, Vicente Huidobro, uno de los poetas contemporáneos que más insistió en superar la condición imitativa de la obra literaria, insistió también en la condición irrenunciable de una lógica para la poesía:

Toda Poesía válida tiende al último límite de la imaginación. Y no sólo de la imaginación, sino del espíritu mismo, porque la Poesía no es otra cosa que el último horizonte, que es, a su vez, la arista en donde los extremos se tocan, en donde no hay contradicción ni duda. Al llegar a ese lindero final el encadenamiento habitual de los fenómenos rompe su lógica, y al otro lado, en donde empiezan las tierras del poeta, la cadena se rehace en una lógica nueva. (1298)

Una tercera dimensión es destacable también en el proceso de la verosimilitud, acaso subsumible en el aspecto semántico y con indudables consecuencias en la condición imaginativa de la obra. Al fin y al cabo siempre cabe la posibilidad de regresar, comprensivamente, a la unidad de acontecer de la obra. Y es que la ficción que desenlaza una visualidad y una semántica en las palabras, es asimismo pasible de ser proferida. Hay un decirse de la obra, propio de ella; un decir la obra. Sea que el poema se declame, sea que el relato se lea en voz alta, ante un público o en solitario, sea que se omitan estas plausibilidades, lo ficcional es también prosódico, de dicción, de un habla donde podemos o podríamos, habitantes idiomáticos o dialectales, habitantes de una lengua al fin y al cabo, reconocer nuestra pertenencia.

Cuando el Occidente europeo dio curso a los procesos modernizadores –digamos, a partir del siglo XV–, entre los cuales contamos la transcripción de un sinfín de tradiciones orales, la inmemorial práctica del cantar contando y contar cantando se hizo cada vez más privada, hasta devenir casi por completo una actividad íntima y solitaria. Tal vez la llamada música popular y su auge tan diversificado desde el siglo XX sean una suerte de reposición de una práctica que no es exagerado calificar de ancestral3. No obstante, simultáneamente y cada vez más, el arte literario, el arte de la littera, de la palabra que manent, no sólo no renuncia a la oralidad originaria, sino más bien se decide a ir en busca de ella, como en un regreso, como hacia un reencuentro consigo mismo. Especialmente desde inicios del siglo XX, las literaturas de ficción europea y americana han complejizado su quehacer, entre otros expedientes, al incorporar crecientemente formas vivas del habla de sus pueblos (cf. James Joyce, William Faulkner, João Guimarães Rosa).

Ficción imaginativa, semántica posible, vuelo inminente de una palabra alada, es así como la dicción, el decir literario, mientras se escribe, mientras escribe su decir propio, mientras se configura en su dicción particular, particular toda vez que siempre es alguien concreto quien detona ese decir, al mismo tiempo se inscribe tras los pasos nunca del todo perdidos de la oralidad. Porque, una vez instalada y masificada la letra en la vida social, entonces la misma letra puede, quizá, intentar escuchar y consignar lo oral, más allá de lo que pudiera elaborarse como sola transcripción. Ese conjunto de obras que llamamos “literatura moderna”, probablemente a partir Don Quijote de la Mancha (año 1605), o en todo caso a partir de Cervantes y Shakespeare (s. XVII), en su intento permanente de poner en obra la problemática humana en toda la amplitud y hondura que le sea posible, no ha debido renunciar a los modos reales, extraliterarios, de habla.

Todo aquello que la vida común nos presenta como conocido, por conocer, olvidado, imposible pero al menos concebible, en fin, entra en el proceso de reelaboración literaria para ser re-presentado a quien se allegue a leer y escuchar. Es la experiencia del ver-como que nos advierte Ricoeur4. He ahí la figura, la trama de figuraciones que la obra despliega ante nosotros y cuya verosimilitud es un modo, vicario si se quiere, de verificar el mundo, de averiguar el estatuto de verdad de lo que acontece allá, afuera del espacio y del tiempo de la ficción. Por eso, siempre tras la lectura de una obra literaria notable, el mundo de la vida se recobra enriquecido, incluso en su precariedad y oscuridad (de ahí que las obras puedan resultar también problemáticas, desestabilizadoras, angustiantes). Su condición de hipótesis de lo real, de aserto inminente, de certeza inestable, se afirma entonces, también en esta palabra hecha littera, que permanece para ser leída y releída5.


3. La hipótesis religiosa

En la archicitada etimología del vocablo religión, me parece que todavía podemos escuchar algo6. Si el tan llevado y tan traído religare latino tiene algo que decir aún, quizá sea por la iteración nunca agotada que denota el prefijo. En efecto, el re precedente nos instruye de una forma modesta, sin grandilocuencia, acerca del gesto de volver a ligar o de hacerlo una y otra vez. Pero ligar qué: desde luego, aquello que ha sido o que se ha desligado y que se cree posible o deseable volver a ligar. Por lo pronto, se trata de dos o más términos en relación recíproca y que en este caso hablan de una relación totalizadora, que los vincula o que ha de vincularlos por entero, y de ese modo habrá de comprometer sus destinos. Dicha separación es la del ser humano con respecto a Dios, a los dioses, al ámbito de lo sagrado o, bien, algún ámbito de trascendencia. Ésa es la referencia permanente de las religiones y de las diversas espiritualidades. Todos los esfuerzos religiosos y espirituales, ya sea de modo más sapiencial, más intelectual, más experiencial, se orientan hacia ese centro.

De entre la rica verosimilitud del Génesis bíblico, auténtico inicio narrativo de la fe de Israel, ya el término creación entrega una valiosa pista para andar de nuevo en este camino. Como ha recordado Adolphe Gesché, el verbo hebreo bara’, que designa el acto de crear, está henchido de otras denotaciones que en nuestro idioma hemos de alcanzar por la vía de los complementos. El verbo bara’ es “crear separando, crear de lo separado, crear diferenciando” (14). Habría que repasar la secuencia narrativa creacional que, en la demorada y cuidadosa lectura de Gesché, desencadena la libertad y la creatividad del ser humano. “El hombre ha sido creado creador” (14), dirá en otra página7. Bástenos hacer manifiesto el hecho de que, según el texto hebreo, la creación del mundo supone una separación, una distancia, una brecha: el desligamiento entre el creador y lo creado. No hay creación sin desligamiento.

Así pues, la semántica de la libertad, tan estrechamente vinculada a la condición de creatura, propia del ser humano, pero ligada también a la experiencia creadora que la misma persona lleva a cabo en el mundo, se verifica de modos diversos en la “polifonía bíblica” (94), ha dicho Paul Ricoeur. Del otro lado, el del referente principal de todos los textos de la Biblia según Ricoeur, el referente “Dios”, aquella multiplicidad textual se sostiene en la propia inmensidad de un Dios que, de modo correspondiente, ha podido decirse desde diversas modalidades discursivas:

Dios es nombrado diversamente en la narración que Lo cuenta, en la profecía que habla en Su nombre, en la prescripción que Lo designa como fuente del imperativo, en la sabiduría que Lo busca como sentido del sentido, en el himno que Lo invoca en segunda persona. Por ello el término Dios no se deja comprender como un concepto filosófico […]. La palabra Dios dice más que el término Ser, porque presupone todo el contexto de los relatos, de las profecías, de las leyes, de los escritos sapienciales, de los salmos, etc. El referente “Dios” resulta pues focalizado por la convergencia de todos estos discursos parciales. (98-99)

Como no es la Biblia el tema de la presente comunicación, me remito a la magnífica descripción global que Ricoeur hace de ella como “la perseverancia del proyecto divino”8, para entresacar ahora, de entre las hebras neotestamentarias, al Jesús que ha venido para predicar la Buena Noticia, para anunciar el Reino de los Cielos, para mostrar al Padre, esto es, para perseverar en la referencia a “Dios”. Es lo que recogemos, también, de la constatación que Sergio Silva hace en asociación con la valía imaginativa del lenguaje de Jesús:

Como se trata de una realidad que está empezando a suceder [la llegada del Reino de Dios, en su persona], para comunicarla Jesús recurre a la fuerza poética del lenguaje humano, más que a la capacidad que el lenguaje tiene para describir lo real; y crea metáforas y parábolas que invitan al oyente (hoy, al lector) a entrar con su imaginación en el mundo que así crea Jesús. (369)

Efectivamente, si hacemos caso a todo el entramado bíblico, el hecho de que el mismo Hijo de Dios no obrara discursivamente median especulaciones o razonamientos, no al menos en primer lugar, sino mediante relatos, es un hecho que da que pensar, para usar una expresión cara al mismo Ricoeur. Si Jesús, como ha dicho Borges, es el “más alto de todos los maestros orales”, o aun si no lo fuera, si lo situáramos en un plano de igualdad junto a tantos otros maestros orales, por ejemplo de la India y de China, es del todo plausible que nos preguntemos por la relación entre fe y relato, o, más de acuerdo con nuestros conceptos, entre religión y relato.

La misma consideración de lo que hemos llamado poco antes “la propia inmensidad de un Dios”, quizá de modo muy impreciso, puede guardar una pista de valor. Considerado como misterio, mysterium, el referente textual “Dios” se muestra ocultándose; se autodona, pero hurtándose al control. Y no en virtud de alguna estratagema, según el criterio humano, sino en virtud de su sobreabundancia. Ninguna palabra, oral o escrita, es completamente capaz de Dios. Así, respecto a las diversas discursividades bíblicas, el “referente ‘Dios’ [es] su focalización común y, a la vez, lo que escapa a cada una” (99), asegura Ricoeur. El episodio de la zarza ardiente es central aquí, dice el filósofo. Justamente al responder al perplejo Moisés “Yo soy el que soy”, Dios se niega a quedar atrapado en el lenguaje humano9. Pero hay más:

lejos de que la declaración “Yo soy el que soy” autorice una ontología positiva capaz de coronar la nominación narrativa y las otras nominaciones [digamos, las cronísticas, poéticas, epistolares, proféticas, etc.], ella protege el secreto del “para sí” de Dios y ese secreto, a su vez, remite al hombre a la nominación narrativa significada por los nombres de Abraham, Isaac y Jacob y, de manera cada vez más cercana, a las otras denominaciones. (99)

Moisés no obtiene el nombre de Dios, sino el dato de su relacionalidad. “Esto dirás a los israelitas: el Señor Dios de sus padres, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, me envía a ustedes. Éste es mi Nombre para siempre: así me llamarán de generación en generación” (Ex 3,15).

La remisión a la nominación narrativa apuntada por Ricoeur adquiere valor toda vez que, si queremos conocer a ese Dios, al “Dios de sus padres”, entonces debemos escuchar o emprender un relato. Es el momento existencial y hermenéutico en que la idea de relación asume todo su sentido en cuanto vínculo y en cuanto relato. Notemos que al escribir la relación relaciona, la posible obviedad discursiva es superada en la circularidad virtuosa del acontecer mismo del relato, al vivir la experiencia tanto de escuchar como de emprender una narración. El relato, como realidad lingüística oral o escrita, relaciona acontecimientos, pero su práctica, en la recepción o en la entrega, relaciona personas y contribuye a crear comunidad. Una experiencia que el Jesús de las parábolas parecía procurar, con más y menos explicaciones ulteriores, una y otra vez, con respecto al Padre.

De acuerdo a Ricoeur, toda narración se ocupa de proponer un modelo o una figura de lo real: hacer el relato de la comunidad deseada, poner en intriga los lazos interpersonales, tejer el tiempo como red dramática donde el ser humano tiene un rol que desempeñar para consigo mismo y para con los suyos. Así, narrar resulta ser una vía de humanización del tiempo, de su conversión en tiempo propiamente humano10. Paralelamente, recordemos con Thomas Keating que “la palabra ‘parábola’ significa ‘puesta al lado’. Así pues, se conoce el reino de Dios poniéndolo al lado de ciertos signos o símbolos” (85). El Jesús de las parábolas procede, entonces, mediante la proposición de un ver-como, de un modelo heurístico, propiamente ficcional, esto es, inverificable en la inmediatez de la experiencia compartida de sus oyentes, aun con todos los elementos inequívocos de la vida social del pueblo hebreo. Pero un modelo, por otra parte, altamente plausible en la dimensión de la imaginación deseante, de lo cual arranca lo más significativo de la operación: contribuir a que el Reino de Dios sea un deseo. Cada parábola, cada puesta al lado, tiene como propósito, entonces, significar al Padre: hacerse signo de Dios.


4. La hipótesis en convicencia

La peripecia de la literatura parece ser siempre peripecia humana. Así fue comprendiéndose poco a poco desde la Antigüedad greco-latina, y así lo enfatiza la literatura europea medieval, y lo exacerba la literatura moderna y contemporánea. El ser humano se sabe llamado a ser protagonista del drama universal, y asume ese protagonismo de cara a un destino abierto, inacabado, en proceso de hacerse, que acicatea la creatividad y los derroteros de una libertad en ejercicio, aun en los límites de la finitud. A la luz de toda la literatura moderna y contemporánea, el escenario de ese drama es, no cabe duda hoy por hoy, este mundo: el espacio doméstico, las calles de la ciudad, el bar, los suburbios, la escuela, el taller, el campus universitario, los pasillos de palacio, el prostíbulo, las dependencias burocráticas, la parroquia, la plaza del pueblo, la mina subterránea, la mansión rica, los medios de transporte, la choza del pobre…

Por su parte, el universo de las parábolas al modo de Jesús y de otros maestros espirituales parece haber continuado, en los tiempos modernos, en la baja voz de los espacios declaradamente confesionales. Nos referimos a los relatos que explicitan una intención edificante o ejemplar, además, en espacios pertenecientes o muy cercanos a credos, institucionalizados o no. Pero se trata de lugares, si no minoritarios, al menos confinados y bien limitados en su radio de influencia, que ayudar a estimar la enorme distancia que parece haber, en la sociedad moderna, entre dos modos principales de relacionarse con el relato: el divertimento sin mayores consecuencias y el aprendizaje de unos valores para la vida. En medio, podríamos situar quizá el estudio, más y menos erudito, de la academia y de la crítica literaria, que no se condice ni con la literatura como divertimento ni como texto de edificación moral, aparte las posibles inclinaciones hacia un lado u otro. El asunto es que la literatura marcadamente ejemplar no ha dejado de escribirse y de leerse, y suele vivir en tensión con aquella otra menos o nada edificante11.

Pero, asumiendo que esta especie de polaridad es perfectamente verídica, las más de las veces verificamos también que un sinnúmero de obras puede situarse entre los extremos. Y podemos pasar, comprensivamente, del esquema de polos al esquema del arco. En el fondo, podemos distinguir obras más obvias y más complejas, más masivas y más selectivas. Ya el sociólogo Pierre Bourdieu habló de las obras para las cuales no hay público, pero que crean, ellas, un público. Obras que no atienden a un público definido de antemano, debido a que no se someten a una reglas extra-artísticas, sino que van suscitando interés aisladamente al inicio12. Lo que para un público es obvio, para el otro no lo es, y así. Porque, en el fondo, el arco está recorrido, de punta a cabo, por una semántica común. La gran diversidad y hasta la aparente incongruencia de las distintas obras, no se sostiene sin una dimensión que estructuralmente abrigue todas esas diferencias y, aunque sea de modo inestable, las concilie en su seno. Y eso es la semántica de la cultura, los núcleos de significación que constituyen no sólo nuestras visiones de mundo, sino sobre todo nuestros modos de vida y de convivencia.

De acuerdo a una síntesis posible del trabajo de Keating en torno a los modos por lo que operan las parábolas de Jesús, destacamos los siguientes: la identificación imposible, en la Parábola del Buen Samaritano (Lc 10,30-35), que deja “a los oyentes sin nadie con quien poder identificarse” (20); la dislocación o desplazamiento de lo sagrado, en la parábola del Publicano y del Fariseo (Lc 18,10-14), en razón de que el “lugar sagrado ya no es el lugar de lo sagrado” (27); el desconcierto de los roles sociales, en la Parábola de Lázaro y del Rico (Lc 16,19-26) y en la del Hijo Pródigo (Lc 15,11-32), gracias a “la repentina inversión de papeles y expectativas” (35); el vislumbre de Dios, de la trascendencia en nuestra inmanencia de cada día, en la Parábola del Grano de Mostaza (Lc 13,18-19), “si aceptamos al Dios de la vida cotidiana” (44); el juego de semejanzas y diferencias, en la Parábola de la Levadura (Mt 13,33). Se trata, en suma, de un modelo heurístico, plural, de incalculables grandes consecuencias semánticas. “Nuestro Dios no es predecible” (102), concluye Keating, a propósito del movedizo conjunto de figuras que el narrador Jesús ofrece a sus audiencias.

Al incitar a los oyentes a imaginar lo invisible mediante la puesta en juego de ingredientes visibles y que, por este mismo carácter de conocidos, son condición de posibilidad de una nueva configuración –el vislumbre del Reino de Dios–, el Jesús narrador se configura él mismo en inicio del Reino. La promesa del Dios de Israel ha comenzado a cumplirse en Jesús, en la medida en que él obra la presentificación del Cielo Nuevo y de la Tierra Nueva, de entre otros, mediante los signos que interpelan a la imaginación deseante de un auditorio. Partícipes de dicho esfuerzo imaginativo y deseante, esa comunidad puede entonces proyectarse, a la vez, hacia un futuro histórico de justicia y concordia, y hacia la eternidad junto al Padre. En el relato de las parábolas, es posible verificar el tránsito ontológico que Ricoeur sostiene como la mayor fuerza que puede llegar a desplegar toda narración: el paso del ver-como hacia un ser-como. Jesús pide, dentro del pacto de verosimilitud de todo relato de ficción, que sus oyentes vean el Reino de Dios como tal cosa, para finalmente consolidar el vislumbre de que el Reino sea como tal cosa. Si hablamos de Dios, no obstante, debiéramos pensar entonces en las consecuencias onto-teológicas de la ficción en marcha.


5. Conclusión: la literatura como parábola

Si retomamos nuestros términos iniciales –literatura y religión– bajo este prisma, constatamos que la literatura resulta literalmente insignificante al margen de la semántica compartida. No es posible leerla ni escribirla; no es posible ella. Por su parte, a distancia de la vivacidad y del dinamismo de las formas discursivas que la propia literatura ha ido asumiendo, es verdad que muy aceleradamente en tiempos actuales, la propia discursividad religiosa corre el peligro de reducirse a fórmula, a prescripción, a dogma; a mero ritualismo, que al final es una forma de deshumanización. Por no vivir la agonía de leer el presente, la religión hipoteca no sólo su futuro sino también su pasado, es decir, toda su herencia, petrificada en la nostalgia de un ayer ilusorio. Estatua de sal (Gn 19,26), según se nos advirtió hace mucho tiempo.

Por ello, si los núcleos fundamentales de significación de lo humano y de la creación toda, lo humano y lo divino, fueron tesoro común de la experiencia literaria y de la experiencia religiosa desde el inicio, entonces tiene asidero el postular que sólo el diálogo mutuamente contagioso, de afección recíproca –en verdad, bastaría con decir diálogo– entre ambos interlocutores puede constituir un camino confiable y fructificar hacia todas direcciones. Distinguimos estos interlocutores –vale la pena recordarlo– en el concierto de la época moderna y contemporánea, caracterizada por una intensa diferenciación funcional, según la cual, a primera vista, literatura y religión son dominios claramente diferenciados. Nada nos impide, sin embargo, hacer el recordatorio de la profunda unidad de sentido de ambas experiencias. Ayudará el retrotraernos –imaginativamente– en el tiempo, pero también el atender a la postulación de diversas figuras de lo real–pasado, presente y venidero– que ambas discursividades ofrecen.

Desde el lado de la literatura de ficción, atisbamos su ejercicio como una iteración en la huella de conocimiento general y del siempre vertiginoso autoconocimiento; insistencia que podrá perseverar en su capacidad reveladora, en su nunca extinguida fuerza profética, precisamente en que también la literatura habla de lo por-venir, de lo deseable viniente. Y así, huella viva de un atisbo de sentido, toda la literatura es posible de comprender como una sola gran parábola, una “puesta al lado” de lo real compartido o íntimo. De ese modo, ella puede constituir también una nueva ligazón, hasta religarnos en un genuino camino de fe, si no confesional o adscrita a un credo, sí al menos como acto de entrega confiada del sujeto hacia aquello Otro que se ha dejado ver y oír. Incluso ahí donde no se está articulando el significante “Dios”, puede estar hablándose de Dios y de diversas caras de lo Real Eminente. Será la literatura de ficción como condición de posibilidad de una revelación onto-teológica. Y es que la verdad será polifónica o no será, podemos llegar a postular.








1 Cayo Tito ante el senado de Roma, s. I d. C.

2 Nos referimos en general al concepto de Edmund Husserl, más tarde trabajado por Jürgen Habermas.

3 El Premio Nobel de Literatura de 2016, entregado al trovador contemporáneo Bob Dylan, sería una manifestación de esto mismo.

4 Cf. principalmente La metáfora viva, estudios VII y VIII

5 La letra como destinada a otro, a la mirada del otro, que incluso puede ser el mismo yo, es quizá más patente en inglés y en francés, lenguas que traducen el término latino littera por letter y lettre, respectivamente, para designar con ese único vocablo tanto la letra como la carta.

6 Por manida que sea la realidad etimológica de religión, ello no fue obstáculo, y hasta diríamos que por eso mismo quizá resultó ser una incitación, para que el concepto fuese revisitado por Jacques Derrida, Gianni Vattimo, Eugenio Frías y Hans-Georg Gadamer, en una conversación oral y escrita que se pregunta, de nuevo en nuestro Occidente al menos, por la plausibilidad, por el estatuto de verdad acontecida y por acontecer de la religión, de la religiosidad, de lo religioso y de un etcétera tan extenso como estimulante.

7 Me refiero a las páginas introductorias de El hombre (L’homme), volumen cuyo tercer capítulo se llama justamente “El hombre creado creador”, pero de fondo pienso, por supuesto, en toda la serie Dios para pensar (Dieu pour penser) aparecida en su idioma original en el período 1995-2003.

8 Recojo esta afirmación del programa “La belleza de pensar”, conducido por Cristián Warnken, quien conversa con el filósofo en una edición del programa de 1994.

9 Agradecemos al teólogo Arturo Bravo la indicación de que, según la versión hebrea disponible, la respuesta de Dios a Moisés Ehyeh-Asher-Ehyeh se traduce por “Yo soy el que estará” o “Yo soy el que será”. La traducción con el verbo ser que conocemos, que sitúa al texto en una disquisición ontológica, al tiempo de abrirle un horizonte metafísico, es una lectura muy posterior, hecha desde el mundo griego. (Convengamos en que la traducción conocida incurre en la incongruencia de anotar, en la oración subordinada, la conjugación de primera persona, soy, para quien se está nombrando en tercera persona, el que…).

10 Nos remitimos, puntualmente, al análisis que Ricoeur hace en Tiempo y relato (Temps et recit), volumen I, de la experiencia del tiempo junto a la experiencia narrativa.

11 Ejemplos actuales de la literatura de ficción que despliega, explícitamente, una intención ejemplarizadora: Juan Salvador Gaviota, El caballero de la armadura oxidada, obras de Paulo Coelho, entre muchas otras. Desde la academia literaria más convencional, es estigmatizada como “obvia”, “moralista”, “moralizante” y, al cabo, “comercial”. Su frecuente condición de best-seller subraya dicho estigma, en la medida en que asociamos lo masivo a lo simplificado, de fácil decodificación, con todos los equívocos del caso.

12 Es una observación que recorre todo el capítulo “La conquista de la autonomía”, el primero de Las reglas del arte, un estudio de la conformación y consolidación de los criterios propios del campo artístico en general y literario en particular, en la Francia del siglo XIX hasta mediados del XX.









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