Palabra y Razón ISSN 2452-4646 versión en línea N° 15 Julio 2019 Universidad Católica del Maule
Los cuidados espirituales en la institución de salud: ¿futilidad, utilidad, necesidad?1 Spirituals cares in the health institution: insignificance, utility, necessity?
Dr. Raymond Lemieux
Facultad de Teología y de Ciencias Religiosas Universidad Laval (Quebec) raymond.lemieux.2@ulaval.ca Fecha recepción: 21/02/2019 Fecha aceptación: 05/06/2019 Como citar este artículo: R.. LEMIEUX. “Los cuidados espirituales en la institución de salud: ¿futilidad, utilidad, necesidad?” en Palabra y Razón. Revista de Teología, Filosofía y Ciencias de la Religión N°l5, Julio 2019, pp.23-42 https://doi.org/10.29035/pyr.15.23
Por
supuesto, estas son realidades que ya había intuido por haber navegado
un poco en este medio durante años, frecuentado un pocola literatura
mística de la modernidad
y, también
haber sido confrontado a algunos callejones sin salida en mi vida
personal — como todo el mundo —, sea como padre y pareja, o sea ahora
como abuelo, envejecido, de ocho nietos, siete de ellos de 7 a 23 años.
No son las ocasiones de
aprender las que faltan, sin mencionar todas las que presentan las
relaciones
profesionales y amistosas.
Me explico entonces a propósito de cada uno de estos enunciados. 1. El acompañamiento es esencialmente una postura de aprendizaje ¿A nombre de qué? ¿Qué me autoriza a hacerme compañero, o, pregunta igualmente crucial, a dejar a alguien otro acompañarme? No
hablo aquí
de intervención, sino simplemente de presencia humana ante
otro humano. Presencia a otro quien,
probablemente, no me ha invitado y se encuentra allí fruto de
circunstancias independientes de su voluntad y de la mía (es
particularmente evidente en el caso de personas enfermas, en el
hospital).
En la palabra acompañamiento, hay com pañ — cun panem — con el pan. Se trata pues de compartir algo, algo vital. ¿Pero de qué tipo de pan se trata? Rabelais decía, quince años después de la publicación del Príncipe de Macchiavello — que conocía bien por haber, él también, vivido en Italia al momento de esta publicación — que la responsabilidad del Príncipe vencedor es, no de comer al vencido, sino de hacerle comer! La respuesta es totalmente rabelesiana. Por supuesto, hay toda una serie de comidas: ligeras e indigestas. El pan del vencedor puede muy bien no convenir al vencido, sobre todo cuando se trata de una persona enferma. Ahora bien, en el hospital, en la cabecera de una persona enferma, el acompañador está necesariamente — estructuralmente — en una postura dominante, porque está siempre de pie, mientras que el otro, el acompañado, ha sido derribado por la enfermedad. ¿Cómo se puede acompañar, ser verdaderamente co-pan, en tal posición de poder? Son estudiantes que me plantearon esta pregunta y a la vez, me entregaron elementos esenciales para una respuesta. El primero, al inicio de la Catedra, ya acumulaba una decena de años de experiencia como capellán protestante en un grande hospital — 700 camas — en Europa: “Hace 10 años, me dijo directamente durante nuestro primer encuentro, cuando comencé en este trabajo, pensaba, entrando en la habitación de un paciente con mis conocimientos bíblicos y mi experiencia de pastor: “Cualquiera que sea su problema, tengo la solución”. Ahora, después de haber encontrado enfermos de todas confesiones, creyentes y ateos, sé que no tengo solución. De toda manera, mi vida espiritual tiene sin duda la misma fragilidad que la suya. ¿Con qué derecho puedo inmiscuirme en su búsqueda y en la construcción del sentido de lo que le está ocurriendo?” Algunos años después, otro estudiante, el también dotado de una rica experiencia, pero en contexto laico, encarecía esta idea y escribía: “Entendí muy rápidamente que, si la primera virtud del acompañamiento consiste bien en el hecho de aliviar sufrimientos, su virtud segunda es poner a cada uno en contacto con su propia impotencia radical. Es cuando ha experimentado su insuficiencia fundamental, su propia finitud, que la persona sana puede efectivamente hacerse cercano de un enfermo, el cual no deja de precederlo a diario en esta vía"2. Estas son constataciones de profesionales comprometidos en dos medios muy diferentes. El primero es capellán titulado, debidamente mandatado por su Iglesia. El segundo, jurista de formación, es un voluntario frente a personas en el fin de su vida, en un medio estrictamente laico. De sus constataciones una misma evidencia se impone: acompañar a un enfermo, o a cualquier persona traumatizada por la vida, es primero ponerse en una postura de aprendiz. ¿Por qué? Porque el único pan que podemos compartir, en este caso, no debe ser amasado de un saber (la experiencia del otro es, para mí, irreductiblemente extranjera), ni tampoco de un poder (no tengo ningún derecho a entrometerme en su vida). ¿Qué nos queda entonces, sino el de compartir un pan muy especial que es el pan de la búsqueda? Este pan es amasado de una experiencia fundamental, común a todos los seres humanos, aunque sea distinta para cada uno: la experiencia de sus límites. Siempre fuente de sufrimiento —precisamente la de la falta, de lo que está en sufrimiento, como se decía antes de un producto que faltaba en la tienda — esta experiencia nos aprecia sin cesar en la búsqueda de una mejor suerte, mejorar nuestra calidad de vida, o simplemente sobrevivir3, es decir continuar viviendo a pesar de, con y en los límites que se imponen. Se trata entonces de sacar el máximo provecho de estos límites, es decir de hacerles creadores, lo que supone y funda la necesidad de un cuidar tanto más riguroso que la vida que proviene de él es frágil. En situación de crisis —al fin de la vida, en la enfermedad, pero también en la ruptura amorosa, las desilusiones de todo tipo, el agotamiento profesional, en breve, cada vez que se desploman los ideales sobre los cuales hemos hasta ahora construido nuestra vida —, hay una exacerbación de esta búsqueda. Y esta misma exacerbación es sufrimiento, tanto para el acompañador como para el acompañado: pone a ambos en presencia de fallas imposibles de colmar: por una parte, la brecha entre lo que se imaginó ser, o poder ser (el yo ideal) y los límites impuestos por la vida; por otra parte, el abismo entre los imperativos recibidos del medio y de la educación (el ideal del yo) y la realidad que se impone en la realidad. Este sufrimiento es, antes de todo, espiritual, pero puede perfectamente provocar sufrimientos psíquicos y físicos, que se encuentran por esto exasperados. Vemos entonces este sufrimiento inscribirse en el cuerpo como síntoma, bajo todo tipo de modalidades. El acompañamiento espiritual deviene así un trabajo necesario para la construcción del espacio vital del sujeto sufriente, un espacio de vida para permitirle apropiarse de su propia condición, de la manera más lucida y realista posible, sin la vergüenza de encontrarse abatido. Al mismo tiempo, este sujeto sufriente puede testar la verosimilitud de su deseo y decirse, a pesar de la enfermedad que lo disminuye: “no estar loco, ya que puedo ser escuchado”. Esto es un trabajo necesario, repetimos un trabajo cuyo acompañados y acompañado son solidarios, pero cuya responsabilidad primera incumbe al acompañador, ya que éste está de pie y es capaz de actuar, mientras que el otro está debilitado, impotente, objeto de una atención clínica. Es un trabajo necesario para construir un espacio de confianza tal que la verdad del deseo, es decir, la movilización del ser que suscitan la falta y el sufrimiento puedan manifestarse, incluso por pequeños signos cuando la palabra — en los códigos ordinarios del lenguaje — se vuelve cada vez más difícil. Frente al sufrimiento, el acompañador es entonces el que inicia una “movilización espiritual”, una movilización que consiste, esencialmente, en cuidar la fragilidad humana en su dimensión la más rica y la más fundamental. Esta dimensión integra en efecto el nivel material, fisiológico, y el nivel psíquico, afectivo, que la enfermedad viene a debilitar, pero es todavía más compleja que esto. Concierne la relación que cada uno tiene con el sentido de su vida, es decir no solamente con su entorno visible, su entorno cultural y todo lo que puede ser abordada por la lógica de los saberes técnicos, sino también con lo indefinido del sentido, este indefinido que se impone a los seres humanos porque carecen de lo que se llama, en los otros animales, el instinto, capaz de programar sus comportamientos. En efecto, desde este punto de vista, el del instinto, somos todos defectuosos, y, en consecuencia, debemos tomar el riesgo de la vida y aceptar la responsabilidad de nuestras elecciones. Estamos así inmersos, no sólo en lo concreto de los dramas personales, sino también en lo propio del misterio del ser humano. Sin embargo, en este nivel, nada es jamás insignificante. Incluso cuando parecen tener como única función llenar el vacío (por ejemplo, la discusión de los resultados deportivos del día anterior, los intercambios sobre la lluvia y el buen tiempo), las conversaciones más banales entre seres humanos activan valores que no vienen de los objetos que ponen en escena — lo que hablamos —, sino del hecho mismo del intercambio que se establece entre interlocutores. Este intercambio, en efecto, es siempre una demanda de reconocimiento, porque “hablamos para ser escuchado [...] es para ser comprendido que buscamos ser escuchado"4. Esto supone, en prioridad, la disponibilidad de cada interlocutor con respecto al otro. Cada uno explora allí, a su manera, el carácter único de su ser, y entonces se construye no solamente la identidad que da a ver a los otros, sino su individualidad (ipséité), es decir, como lo dice el filósofo de la educación Jean-Bernard Paturet, “lo que lo posiciona como un sujeto frente al misterio de otro sujeto"5. Entonces, deviene responsable del espacio de convivialidad que se está creando, cualquiera sea el carácter efémero. Esta responsabilidad es característica de las relaciones del ser humano al mundo y se encuentra en el encuentro de los múltiples rostros de la alteridad presentes en su entorno inmediato o alejado. La conversación — incluso la más ordinaria — la pone en escena y la activa en la medida en la que los interlocutores, cualquiera que sea la banalidad de sus intercambios, se acreditan mutualmente de una voluntad de comprender y de ser comprendido. Cada uno se compromete a eso, por supuesto, según sus propias capacidades, pero, sea como sea, esto supone un acto de confianza radical, es decir el acto de fe, antropológicamente fundamental, que consiste en hacer confianza al misterio de lo humana6. Hacer confianza — con-fidere —, primero al que es cercano de sí, el otro, el interlocutor que da figura y consistencia actuales a una alteridad más grande, la instancia del Otro, que permanece, ella, irremediablemente otra, es decir refractaria a toda tentativa de control. 1.2. La escucha Sin
duda
habrán comprendido, a través de estas observaciones demasiado
rápidas, que la escucha es la primera condición del acompañamiento
espiritual.
Ahora bien, la escucha es un ascetismo. Si consiste en “hacer hospitalidad al otro”, como lo dice Maurice Bellet7, exige, como todo gesto de hospitalidad, haber limpiado suficientemente su propia casa, haber barrido las escorias de su propia vida, hasta en su propio cerebro, para que el otro se sienta en confianza y pueda descansar en ella. Pide en consecuencia silenciar, o incluso borrar, todo supuesto saber en cuánto al misterio del otro, dicho de otra manera, todos los prejuicios que nutren las relaciones sociales ordinarias o extraordinarias. Llegamos aquí al corazón del misterio de lo humano, al corazón del misterio del ser hablante. ¡En la medida en la que el otro nos escapa, podemos solamente confiar en él! Un trabajo de acompañamiento implica pues rechazar toda voluntad de potencia y de manipulación: una vez que tal voluntad se manifiesta, en efecto, invalida en el otro su habilidad a responder — su responsabilidad — para asignarlo a una postura de seducción, a un maquillaje que vela la autenticidad de su ser. Es por esto que la escucha del compañero debe ser pues incondicional. En efecto, solamente esta escucha incondicional permite la emergencia de una palabra libre en el otro, es decir, de una palabra que no intenta seducir. Cuando la escucha es mezclada con un marco cualquiera, moral o nosográfico, naturalmente el interlocutor va a intentar eludirla, o hacer saltar sus cerrojos. Entonces, aún más va a intentar seducir, simular, que su herida lo hace sufrir. El acompañamiento espiritual supone pues, como primer paso, dar primacía a la escucha sobre todo otro tipo de enfoque. Escuchar es la primera muestra del respeto del misterio del otro. ¡Pero atención! Escuchar no es tan simple como podríamos imaginarlo. Escuchar es un proceso complejo que supone un cuestionamiento profundo y permanente por parte de quien se arriesga a ello. Escuchar necesita una formación que no es un aprendizaje técnico del orden de un saber-hacer, sino del orden de una ética, de un trabajo sobre sí mismo, de un reconocimiento y aceptación de los propios límites, en la verdad de su propia relación al mundo y de su propio deseo. Escuchar es a menudo mucho más difícil que hablar, porque hablar permite ocupar una plaza, colmar provisoriamente la angustia de lo vacío, mientras que escuchar exige dejar esta plaza al otro, sin saber nada de lo que va a hacer de ella. Escuchar es, primero, un gesto de confianza con respecto al otro. Esto no comporta ninguna garantía de eficiencia. Sin embargo, la escucha es la única manera de señalar al otro que lo reconocemos como ser humano, es decir en la libertad de su propio deseo, y que le hacemos confianza. Se trata de acoger una extrañeza y, para esto, de dejar decirlo todo, incluso si esto no parece tener ninguna coherencia inmediata, incluso cuando hace sufrir, o cuando es casi intolerable escucharlo. 1.3. La palabra En esta estrategia del acompañamiento, hablar no viene sino en segundo lugar. No obstante, esta palabra que aparece entonces es también importante. Ella también es un riesgo. Y como la escucha, necesita un verdadero ascetismo. Si el acompañador habla de lo alto de su saber, cual sea su pertinencia, o si habla desde el lugar de un poder (otorgado por un estatus eclesiástico, académico u otro), o peor aún, si se pretende moralista y comienza a discriminar entre el bien y el mal, es evidente que el pan que comparte es dudoso. El acompañamiento supone pues, aquí también, un despojamiento radical que debe siempre retrabajarse, para que la conversación sea una búsqueda de verdad y de autenticidad. Es una condición sine qua non del compartir de este pan tan especial que es el pan de la búsqueda, humano donde el misterio de un ser humano encuentra el misterio de otro ser. En tal contexto, la palabra del acompañador debe, antes de todo, manifestar que algo, proveniente del otro, ha sido escuchado, o por lo menos es “audible”, y no intentar “gestionar” el deseo del otro, dejarlo conforme a normas cualquieras. Se trata pues, en el fondo, de manifestar que se escucha, de admitir que se requiere de tiempo y que estamos disponibles para tomárnoslo, de reconocer nuestros propios límites, a menudo respecto de la experiencia del otro, y decir su voluntad de ir más lejos. En breve, se trata de construir una esperanza solidaria. He aquí lo que la palabra acompañadora tiene sin duda de más preciado para ofrecer. De este modo, toda la evolución de las personas solidarias debe ser el resultado de su deseo, es decir, de su verdad propia, en el fondo de su ser, y no el resultado de un imperialismo sabio o caritativo del uno con respecto al otro. Es por esto que el acompañamiento espiritual es todo lo contrario de la invasión. Las personas que intervienen en medios de salud comprenden generalmente esto fácilmente: el paciente es precisamente objeto de invasión en su cuerpo, por terapias que hacen de él un objeto a manipular para su sanación o para el prolongamiento de su vida; por otra parte, puede devenir muy sensible a todo lo que le abre un espacio de libertad y, al contrario, a todo lo que le parece ser un obstáculo a esta última. El acompañamiento, al fin y al cabo, es solidaridad con el sufrimiento, es decir, con la falta fundamental desde donde se constituye el ser humano en su búsqueda de sentido. Este reparto del pan de la escucha y de la palabra sin segundas intenciones, no es otra cosa que el gesto humano por excelencia. Exige por parte de cada uno (acompañante o acompañado) una confianza fundamental en el ser humano, o más precisamente, para retomar la feliz expresión de Fernand Dumont8, una fe compartida. El desafío de este acto de fe se presenta menos bajo la forma de creencias en objetos o representaciones del Otro, que en el reconocimiento de la libertad — y, a partir de ella, de la responsabilidad — de cada uno en la búsqueda de sentido que le es propia. Entonces, la palabra del acompañador puede también devenir un acto de gratitud: se trata de dar gracia por la dinámica vital por la cual se actualiza en cada uno, acompañados y acompañado, una relación renovada a la alteridad, a pesar y en la experiencia de sus límites. Tomar este riesgo, no es solamente liberarse de las antiguas visiones que “atribuyen el sufrimiento y la muerte al pecado”, sino apoyarse sobre la “convicción de que hay algo que aprender de una experiencia límite de la existencia: un suplemento de conciencia, otro nivel de comprensión de sí mismo y de la relación con la existencia”9. 2. La espiritualidad como dinámica Dicho esto, y experimentado en terreno, podemos comenzar a reflexionar sobre la naturaleza y la función de la vida espiritual en el mundo contemporáneo. En este el desafío de la segunda propuesta anunciada en la introducción: la espiritualidad es una realidad intangible y dinámica, no tiene nada de estático, sino que es esencialmente movimiento, tensión. En breve, para decirlo en una palabra, la espiritualidad no es un objeto. No podemos venderla, ni ponerla en arriendo para un uso funcional. Realidad intangible, se revela esencialmente en el movimiento, la tensión que sostiene la dinámica del ser. Reenvía en esto a la naturaleza fundamental de la búsqueda que nutre toda vida humana, esta búsqueda cuyo pan se comparte precisamente en los momentos más inciertos y los más frágiles de la existencia. Vamos una vez más a lo más elemental: partamos por la experiencia que vivimos en este momento, mientras les estoy hablando y que ustedes parecen escucharme. Creer que pueden escucharme cuando hablo es ya, por mi parte, hacerles confianza. Y de su lado, creer que yo puedo decirles algo sensato, o incluso que mi discurso puede responder a algunas de sus esperanzas — normalmente la razón por la cual están aquí esta noche — es también una posición de fe, que supone por otra parte mucha presunción de su parte. Estamos ya entonces puestos en presencia de múltiples misterios, cuya simple conversación, una vez más, representa el modelo elemental: si, como lo hemos evocado arriba, ella instaura un espacio-tiempo privilegiado de construcción identitaria, incluso en sus experiencias más banales, es por cieno porque supone, al mismo tiempo, escucha, es decir, respecto del otro, y palabra, es decir, el riesgo de exponerse al otro, en un intercambio libre10. Esta doble dimensión, escucha y toma de palabra, comporta un doble peligro: escuchar mal y decir mal. Resume pues, podríamos decir, en un estado embrionario, todas las riquezas y todos los peligros del acompañamiento. Es porque, en sus manifestaciones más elementales como las más sublimes, representa el hecho de que la vida, para ser verdaderamente humana, necesita hacer confianza, creer en la palabra del otro. Este creer, recíproco en los interlocutores de una simple conversación, es en todo necesaria. Sin él, no hay solidaridad pensable, es decir, sociedad humana. Entonces, la vida espiritual— cualquiera que sea su forma —consiste en contar con que las palabras con las que vivimos pueden conducirnos a una mejor realización de nuestra condición de humanos, frente a nuestra responsabilidad respecto al sentido indefinido de nuestra vida. Sin embargo, esta realización, evidentemente, no es un objeto que podríamos poseer: propio a la dinámica del ser humano, es un proceso que siempre debemos reactivar. No depende de la exactitud de las observaciones o del registro de los acontecimientos que nos ocurren y conforman nuestra historia, sino que es del orden del amor11, es decir, de la capacidad de responder de nuestra condición humana frente a la experiencia de nuestros propios límites, donde el otro, el compañero, es un testigo privilegiado. Es del orden “de lo que habla en nosotros, cuando respondemos de lo que nos pasa"12. No hay necesidad de ser teólogo o filosofo para comprenderlo: “Love is a response hability”, anuncia también Snoopy a Charlie Brown13. Esta responsabilidad es concomitante a los riesgos que tomamos, diariamente, los unos con los otros y cada uno, individualmente y colectivamente, con el mundo. Es la razón por la cual intentamos siempre superar nuestros límites, como lo vemos muy bien en la práctica de los deportes: ella concierne al mejoramiento de nuestra calidad de vida y de las comunidades de las que somos responsables. Es también la razón por la cual tenemos que cuidarla. Fe y verdad — hacer confianza y cumplir una palabra justa — son la harina y la levadura del pan de la búsqueda, porque la fe — entendida en el sentido antropológico y fundamental de confianza, sentido anterior a sus apropiaciones religiosas — y la verdad — en el sentido igualmente fundamental de búsqueda, trabajo para intentar responder de lo que nos pasa — “expulsan al sujeto de sus encerramientos en el imaginario"14, es decir, de todas las representaciones del ideal a las cuales pudo acostumbrarse y que le dan en su vida ordinaria, “metas” y “objetivos” útiles a finalidades más o menos ocultas, o por lo menos difíciles de discernir y que no controla completamente. Hay que proceder aquí a una breve reflexión a propósito de los conceptos utilizados corrientemente en las instituciones. En administración, se manejan frecuentemente los conceptos de metas, objetivos y finalidades. Para comprender de qué se trata, tomemos el ejemplo del mundo del deporte — un mundo híper instituido. El jugador de hockey, sobre la pista de patinaje, quiere marcar goles15. Todo su entrenamiento le dispone a esto, todas sus energías son invertidas en esto. Es lo que determina su juego, sus relaciones con sus compañeros de equipo, su modo de ser en el mundo, al menos durante los 60 minutos de la partida. Es el nivel más elemental de apropiación del sentido de sus actos, donde toman su valor más explícito y más fácil de explorar. ¿Porqué quiere marcar goles? Ciertamente porque ello contribuye a un objetivo más grande, que podríamos enunciar de la manera siguiente: “ganar la partida”. El objetivo, en toda coherencia organizacional, engloba los goles. Los goles sirven a uno o varios objetivos. Estrechamente dependientes el uno del otro, los dos niveles manifiestan la realidad del sentido tal como es gestionado por las organizaciones. Las instituciones insisten constantemente sobre su enunciación, y esta última es siempre recordada, o incluso proclamada, en los sistemas procedurales como los del mundo medical. En ellas se persiguen metas: obtener un alivio del sufrimiento (para cada caso tratado). En ellas se persigue también objetivos: corregir las deficiencias del ser que constituyen las enfermedades, llegar en lo posible a suprimirlas (recordatorio de la razón de ser del sistema). ¿Pero por qué perseguir estas metas y objetivos? Ahora bien, si vamos más lejos, si cuestionamos las finalidades del sistema mismo, la realidad deviene mucho más vaga y equívoca, en una mezcla constante de decible y de indecible. Es, podríamos decirlo de esta manera, open bar. quizás el jugador de hockey quiere simplemente ser admirado por su novia o sus amigos; quizá busca devenir campeón, para recibir la consideración social que sus podres no han conocido; quizá espera poder hacer una carrera, devenir rico y famoso, o incluso, por sus proezas, afirmar la grandeza de su país. En este nivel de configuración del sentido, nada está determinado: el mundo de las finalidades es un mundo abierto. Nos pone en presencia de una dimensión ineludible del ser humano que es el carácter a priori indefinido del sentido de sus actos. Dicho de otra manera, la cuestión del sentido, en última instancia, es devuelta a la elección de valores que hace cada uno para orientar su vida. La mayor parte del tiempo, las finalidades de los sistemas organizacionales quedan implícitas, no discutidas (como las del deporte, entre otras, que, bajo bandera estatal o liberal, poco importa, son sobre determinadas por los poderes del dinero, y escapan ampliamente a la mirada del ciudadano). Como ya lo observaba Herbert Simon16, uno de los primeros teóricos de la administración pública, las organizaciones humanas están “llenas de valores”, pero estos últimos son siempre tomados por evidentes: casi nadie habla de ellos. Por supuesto, estos valores pueden ser dictados por las tradiciones: el lugar de nacimiento, la educación, el entorno cultural, aseguran entonces su perennidad. Podemos también intentar imponerlos por la fuerza: serán, en este caso, recibidos como tantas opresiones a la libertad. En el mundo contemporáneo, regulado por las lógicas mercantiles, están a menudo en libre mercado: es el poder de seducción de las ideologías —portadoras de ideales en competencia unos con otros —que, la mayor parte del tiempo, los controlan. Dicho de otro modo, la cuestión de las finalidades nos pone en presencia de una dimensión ineludible del ser humano que es el carácter a priori indefinido del sentido de sus actos. En el mundo contemporáneo, la responsabilidad es devuelta al individuo, un individuo supuesto libre, solo consigo mismo en su vida privada, al mismo tiempo que embaucado por influencias que le superan Entonces, el reto de su aventura espiritual consiste esencialmente en intentar avanzar por caminos inciertos17, por los cuales cada uno camina intentando crear el espacio de libertad necesario a su responsabilidad. En consecuencia, las soluciones satisfactorias de su búsqueda espiritual le parecen al mismo tiempo seductoras y sospechosas. Le prometen el apaciguamiento, ¿pero no serán ilusorias? La tensión del ser, atraído por un ideal que le escapa y tomado de la experiencia de sus límites, incita a relativizar toda satisfacción: ningún discurso, ningún objeto, ninguna representación puede parar su dinamismo. La vida espiritual, entonces, es el antídoto de los determinismos, materialistas o religiosos. Nutrida de un deseo sin concesiones, permite entrever lo que hace la esencia del deseo humano: perseverar en el ser18, y, en consecuencia, superar, al menos temporalmente, las “formas turbias y vacilantes"19 que los intereses circunstanciales a los cuales cada uno se dedica en la vida cotidiana parecen imponerle. La búsqueda espiritual aflora, en la vida, tanto más cuanto que estamos enfrentados a un callejón sin salida. Esto es bien conocido y no tiene nada de sorprendente, sino que las formas tomadas por esta búsqueda son, en este caso, a veces inesperadas, sacadas de las capas reprimidas de la conciencia. El deseo, en efecto, es un dinamismo abierto para siempre: “perseverar en el ser” interpela la verdad intima de los que se arriesgan en ella, esta verdad que reside allí dónde las miradas no son autorizadas sino en la confianza más absoluta. Por supuesto, ningún objeto, ninguna representación puede definitivamente colmar tal deseo. Sin embargo, es solamente apostando sobre los valores y representaciones del mundo — del objeto fútil del deseo infantil al objeto sublime que el místico se atreve a nombrar — que podemos esperar experimentarlo. Es porque las civilizaciones proponen incansablemente tantos objetos a consumir y a sobreconsumir: hay que calmar las tensiones del deseo. Es porque el ser humano, como lo dice Nancy Huston, es una “especie cuentista”20. Por supuesto, esto puede conducir a la alucinación: esto es aún más patente del momento en que los antiguos controles de esta producción, en particular los religiosos, están perdiendo su influencia y los sujetos dejados solos en su búsqueda de sentido, sin ayuda — hilflossichkeit, decía Freud — durante la mayor parte de su existencia. Pero ya el salmista lo había enunciado bien antes de nuestra época de modernidad exasperada: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación, y de las palabras de mi clamor?” (SI 22, 1-2). A decir verdad, ¿no será aquello el corazón de la condición humana? Los que han tomado el riesgo de la aventura espiritual, y que llamamos “los místicos”, ya nos advirtieron del hecho de que los avances humanos consisten en “ir de comienzo en comienzo mediante comienzos que no tienen fin"21. Desde algunas décadas, hablamos mucho en Occidente, de distinguir entre espiritualidad y religión. Es una de las preguntas que los acompañadores espirituales en el medio hospitalero encuentran constantemente, como, por otra parte, todos los que se preocupan de la educación de la fe. Simplemente digamos aquí, para una vez más poner una problemática elemental, que espiritualidad y religión son hermanas, cuyos rostros merecen ser distinguidos, pero cuya separación puede ser nefasta. Por una parte, no hay religión viva sin espiritualidad que la anima, es decir, sin una movilización del ser que oriente siempre la mirada hacia la alteridad, y por allí, literalmente, le dé su alma (del latín anima). Pero si la vida del espíritu anima así las religiones y las atraviesa de borde a borde, ocurre también que las desborde, o incluso que transgreda sus marcos y se emancipe de ellas. Entonces, aunque haya que admitir que no hay religión viva sin espiritualidad, la propuesta inversa se defiende menos fácilmente: efectivamente, puede existir una vida espiritual fuera de las religiones reconocidas e instituidas en las colectividades humanas, cualquiera sea la nobleza de sus tradiciones. Incluso hoy se habla de “espiritualidad laica”22, la cual consiste en “tomar acta de la caída de los seguros tradicionales que pretendían hacer derivar de fundamentos absolutos el vivir-juntos de los hombres, sin renunciar por lo tanto a la búsqueda exigente de justicia y de sentido fuera de la cual es la barbarie que nos amenaza” 23. No es necesario demostrar la efervescencia de las espiritualidades en el mundo contemporáneo. Es bien palpable en el hospital, donde la experiencia concreta de los límites, ineluctable, exacerba las búsquedas de sentido. Y es probablemente esto una de las preguntas más importantes que deberán enfrentar nuestros nietos en el contexto de mundialización, cuando se enfrentan a la competencia frenética — sin duda, vivimos solamente ahora los primeros balbuceos — de los montajes culturales pretendiendo asegurar “que hay sentido”, dicho de otra manera, cuando devendrá todavía más evidente en las comunidades humanas desintegradas que no se sostiene un orden capaz de dotarse de autoridad. Ya, en la Edad Media, Tomás de Aquino decía de la virtud de religión que es inclinatio ad, inclinación hacia el Otro. Sin definir el Otro, que la plaza pública llama igual de bien “Dios”, “Alá” o “Kitschi Manitú”24, o incluso la Fuerza como en el mito contemporáneo de la Guerra de las galaxias, que las representaciones se vean multiplicadas como en el Libro de los muertos tibetano, o que sean celosas de su unicidad como en la Biblia; se trata, pues, para los seres humanos limitados en su experiencia, de asumir la tensión entre sus condiciones concretas de existencia y el deseo de alteridad que anima sus vidas. Allí mismo donde las religiones disponen de relaciones instituidas, de caminos balizados y de reglas formateadas para caminar hacia el Otro, la espiritualidad toma el riesgo del impulso hacia lo desconocido. Pretende así renovar los objetos capaces de balizar la aventura humana sobre los territorios del Otro. Por supuesto, estos objetos pueden también fijar sus movimientos, procurar por ejemplo un sentimiento de satisfacción que para la búsqueda. De una manera general, sin embargo, las experiencias se presentan como aperturas sobre lo inédito, sobre el futuro. Es sin duda una de las razones por las cuales queremos celebrar sus grandezas, mientras que las religiones parecen hoy tan a menudo miserables25, fijadas en el pasado. La movilización espiritual de la cual las religiones se nutren, necesita también convenciones. Debe poder decirse en palabras, en gestos, integrar los lenguajes que estructuran las comunidades humanas, en breve ser compartibles. Es, en esto, como la experiencia del corredor que, para progresar, debe siempre renovar sus objetivos, redefinir las representaciones del ideal que moviliza su energía. Sea lo que sea, al interior como en los desbordamientos de las religiones instituidas, la experiencia espiritual permanece en el orden de la movilización, de la travesía, de la superación, de la aventura. Por supuesto, esta aventura puede estar llena de riesgos. En una sociedad como la nuestra, en la cual los marcos sociales de lo religioso más o menos se han hundido, en la cual la experiencia del no-sentido deviene exasperante, mientras que la oferta de aventuras espirituales está en el mercado libre, podemos pensar que no hemos aún visto nada de los riesgos y de las derivas posibles de las búsquedas de sentido. Los marcos sociales que dominaban las religiones tradicionales eran esencialmente marcos comunitarios; la globalización del mundo expone sobre las plazas públicas todas las experiencias, todos los imaginarios, todas las tradiciones. La búsqueda de satisfacción está por todas partes, en espiritualidad como en sexualidad, sin otra discriminación que las de los baremos a la moda en tal o tal medio a tal o tal momento, normas en concurrencia las unas con las otras para imponer su “eficiencia”. Llamamos “realización de sí” a estas búsquedas de satisfacción y proclamamos por todas partes el derecho de cada uno de tener una parte de ellas. En consecuencia, los individuos son devueltos a su sola energía, a sus solas pulsiones, a sus solas emociones, frente a una oferta mercantil única capaz de orientar su vida26. 2.3. Sobrevivir Ahora bien, la enfermedad, la vejez, el acercamiento evidente de la muerte, provocan la caída de los resultados ordinarios del sentido, es decir de estos montajes culturales con los cuales cada uno ha podido gestionar su vida hasta entonces. El reto de la espiritualidad, entonces, es construir espacios donde deviene posible continuar viviendo. Visto que nada más parece ahora mantenerse, se trata pues, literalmente, de sobrevivir en la verdad de su ser. Sobrevivir: no buscar una vida en otro mundo, sino continuar viviendo, aquí y ahora, es decir a pesar y en los límites que impone la desorganización del sentido. En el corazón de la crisis misma, el reto de la vida espiritual reside menos en la representación de la alteridad, de la cual cada uno puede ser detentor — cualquieras sean la legitimidad y la grandeza de la tradición que lo autoriza — que en la tensión vital entre el enraizamiento de cada uno, por una parte, y el ideal — la alteridad que le escapa —, por otra parte. Es esté el nudo de la experiencia espiritual, este nudo a veces escondido bajo capas de convenciones y de costumbres que la escucha y la palabra intentan atravesar, sin nunca poder conseguirlo completamente. Tal la vida del árbol que saca su savia del suelo y crece gracia a la luz del sol, la espiritualidad permite a la aventura humana desplegarse entre las dos realidades que representan su enraizamiento en un suelo determinado y su aspiración a la alteridad. Estas dos realidades podemos llamarlas, con la filósofa Simone Weil, la gravedad y la gracia27. Entonces, como la cuerda de un arco tensado, la vida espiritual supone la solidez a toda prueba de cada uno de sus puntos de pinzamiento, el de la gravedad, del enraizamiento de cada uno en su historia, su cultura, incluso lo que las teologías cristianas han nombrado su “pecado”, y el de la gracia, de su impulso, de su atracción para otra cosa, o para decirlo de otra manera, de la verdad de su deseo. La espiritualidad en este sentido es una “propuesta de vida”, y es esta propuesta de vida que, cada vez, está implicada, de manera muy concreta, en el acompañamiento de la vulnerabilidad humana. En esta dialéctica de la gravedad y de la gracia, cada polo debe ser considerado según su realidad propia, con sus fecundidades y sus límites sin olvidar nunca su apego al otro polo. Cuando tal olvido ocurre, aparecen entonces los síntomas de una u otra “enfermedad de la fe”28, que son el integrismo y el fundamentalismo. Estos constituyen en efecto modos de evitación de la tensión vital, ya sea en la absolutización de coyunturas históricas, o en la absolutización de algunos saberes, teológicos u otros. Dicho de otro modo, deteniéndose en representaciones fija del sentido, el sujeto puede entonces pretender evitar los riesgos de una aventura a la cual estaría llamado a responder. Pero dicha evitación puede también traducirse por la supresión de su dinamismo vital, o más ordinariamente, por su alienación en objetos a consumir. Se comprende mejor, en este contexto, la importancia y la complejidad de la noción de cuidado, anterior incluso a la de “cuidado espiritual”. La lengua inglesa distingue, más claramente que la francesa, las dos vertientes de esta noción, con los conceptos de curing y de caring. En francés, un equivalente, es distinguir entre, por una parte, la cure (cura), y, por otra parte, el prendre soin (el cuidar). La cura (o el curing) es un dispositivo lógico que articula medios (actores, sea humanos o que disponen de una inteligencia artificial, poco importa), objetos, saberes teóricos y técnicas (protocolos, etc.) a fin de alcanzar objetivos determinados que son, globalmente, la remisión de la enfermedad o, cuando la sanación es imposible, el control del sufrimiento. El cuidar es una realidad mucho más compleja, que hace intervenir valores y actitudes morales. Joan Tronto, profesora de ciencias políticas y feminista estadunidense, censó algunos de estos valores: “consideración, responsabilidad, atención educativa, compasión, atención a las necesidades de los otros”29. La distinción es evidentemente importante para pensar los cuidados espirituales. ¡Pero atención! Merece también un enfoque prudente. Distinguir no es separar. Si representa una dimensión particular, y quizás demasiado a menudo olvidada de los compromisos en el ámbito de la salud, el cuidar, evidentemente, no puede ser aislado de la cura que representa la condición necesaria de su eficiencia. Un cuidar que no se preocuparía de su eficiencia en términos de efectos de sanación, o por lo menos de alivio, no sería serio. Sin duda es esto lo que el Samaritano había comprendido cuando, frente al ultrajado del camino, no se contentó de compasión, ni tampoco de lindas palabras, sino que pagó de su propio bolsillo la hotelería y los medicamentos. De la misma manera, en la Edad Media, los monjes hospitalarios que acompañaban las aventuras militares iniciaron, a partir de sus prácticas tradicionales de herboristería, lo que se transformó en saber farmacológico, y, aprendiendo a clasificar los enfermos según sus síntomas reconocibles, elaboraron las primeras nosografias racionales. Prefiguraron, desde los siglos XII y XIII, los diferentes departamentos de nuestros hospitales modernos. Dicho esto, una constatación se impone: basado en las urgencias y el desarrollo exponencial de las demandas relacionadas con el aumento de la población, su envejecimiento y su precariedad creciente, los sistemas contemporáneos de cuidados invierten masivamente en los protocolos en detrimento de la atención al humano. Tienen entonces la tendencia a marginalizar las preguntas de sentido —hasta hacerlas olvidar — en favor de una verdadera obsesión por la eficiencia procedural. Es éste un fenómeno de civilización sobre el cual las generaciones más jóvenes también van a tener que reflexionar, especialmente porque la hegemonía de las grandes corporaciones, antes de todo preocupadas por el rendimiento financiero, vuelve caducos — o folclóricos — los modos de pensar tradicionales portadores de valores colectivos. Se comprende que el cuidar exige entonces una atención continua, la del jardinero que escarba y enriquece el suelo en el cual sus plantas forman raíces, al mismo tiempo que se asegura de su acceso a la luz del sol. Dicho de otro modo, supone cuidar la tensión constitutiva de la vida de cada uno. Conclusión. ¿Los cuidados espirituales son fútiles, útiles, necesarios? Al término de este recorrido tributario de aprendizajes realizados sobre el terreno, podríamos concluir diciendo que cada uno deviene responsable de sus propias respuestas a la pregunta planteada en el título. Sería consecuente con la lógica del acompañamiento tal como fue presentado. Algunas observaciones, sin embardo, se imponen todavía. Primero, hay que ver bien que las instituciones de salud, a diferencia de lo que pudo constituir una buena parte de su historia, están ahora masivamente bajo la influencia de las lógicas instrumentales. El modelo es el de los PPBS (Public Programming Budgeting Systems) elaborados por las administraciones públicas en la mitad del siglo XX, y cuya función es permitir a los decididores (políticos o administrativos) obtener o conservar un cierto grado de satisfacción en los usuarios de las instituciones, manteniendo al mismo tiempo sus costos lo más bajo. La buena gobernanza, concepto generalmente valorado, consiste en tomar decisiones que tienen en cuenta las relaciones estrechas entre el equilibrio económico y la salud, física, social, e incluso cultural de una población dada. En tal contexto, las preguntas espirituales — como las preguntas de sentido en general — no son objetivos perseguidos por las instituciones, sino que son competencias transversales. Hacen intervenir valores, incluso convicciones que permanecen fuera de la deliberación, que las lógicas procedurales no consideran, o consideran adquiridas. Sin embargo, estas preguntas postergadas atraviesan de proa a popa estas lógicas procedurales y surgen, literalmente, en situación de crisis, cuando los dispositivos curativos alcanzan sus límites y cuando, para retomar una expresión traductora de la saturación de los intervinientes, “esto no tiene más sentido”. Estas preguntas transversales nos hunden entonces en el corazón del misterio de lo humano. Ellas sacan a la luz la pertinencia del acompañamiento espiritual — en el sentido del compartir del pan de la búsqueda. Proclaman, en realidad, que somos humanos solamente en la medida en la que estamos en relación con otros humanos, es decir, allí donde se confrontan y se conjugan las experiencias fundamentales — los misterios — de cada uno, estas experiencias donde cada uno está arrinconado en sus límites y obligado a “perseverar en el ser” dando una consistencia siempre renovada a su deseo. Del mismo modo, nos recuerdan que la vida humana es esencialmente movimiento, que somos viajeros, así como le gustaba decirlo a Agustín, o caminantes angélicos, para tomar la expresión de un poeta y místico del siglo XVII, Angelus Silesius33, él mismo médico. En este sentido, la vida espiritual de los enfermos no es la excepción: representa toda vida espiritual, incluso toda vida humana destinada, para hacer sentido, a conjugar gravedad y gracia, enraizamiento y búsqueda de luz. Se manifiesta simplemente como un momento crucial en la aventura de cada uno, un momento donde los simulacros ya no son posibles y donde se impone la necesidad de “vivir en la verdad”34.
1 Conferencia pronunciada en la Agora de la Universidad de Sherbrooke el 28 de septiembre 2017, en el marco del coloquio Les soins spirituels: lieu de relation, de libération et de réconciliation intérieure. Este texto fue publicado por primera vez en francés en enero 2019 en los Cahiers francophones de soins palliatifs Québec, Publications Michel-Sarrazin, volume 18, número 2. 2 T. CHÂTEL. Les nouvelles cultures de l’accompagnement: les soins palliatifs, une voie “spirituelle” dans une société de performance, Tesis doctoral de Estado en Ciencias Sociales de las Religiones, Escuela Práctica de Estudios Superiores, Escuela doctoral 472, julio 2008, p. 17. 3 R. LEMIEUX, “Raconter pour survivre”, en Chr. KÈGLE (dir.), Les récits de survivance. Modalités génériques et structures d’adaptation au réel. Presses de l’Université Laval: Québec, 2007, pp. 221-235. 6 Leer sobre este punto los textos de Éric-Emmanuel SCHMITT. La nuit de feu, Paris, Albin Michel, 2015, y L’homme qui voyait à travers les visages. Albin Michel: Paris, 2016. 9 M. PELCHAT, “L’accompagnement spirituel de la personne séropositve ou sidéenne», Santé mentale au Québec, vol. XVII, n° 1, 1992, p. 261. 10 E. GOFFMAN, “L’ordre de l’interaction”, en Les moments et leurs hommes. Minuit: Paris,1988, pp. 186-230. Ver también C. BONICCO, «Goffman et l’ordre de l’interaction : un exemple de sociologie compréhensive », Philonsorbonne, I, 2007, pp. 31-48. A consultar: http://philonsorbonne.revues.org/102. 14 J. JULLIEN, “Le souffle du désir parlant dans la chair », Studies in Religion / Sciences religeuses, vol. 29, n° 2, 2000, pp. 147-165. 15 Debemos aquí señalar la homonimia, en francés, entre las palabras “gol” y “meta” que se pronuncian los dos “but” (NdT). 16 H. SIMON, Administrative Behavior: A Study of Decision-Making Processes in Administrative Organizations, New York, Free Press (4ª edición), 1997 (1ra edición: 1947). 17 L. GIARD, “Un chemin non tracé”, en Michel de CERTEAU (dir.), Histoire et psychanalyse entre science et fiction, Paris, Gallimard, 1987, pp. 3-101. 19 M. BLANCO, “Les raisons de la jouissance chez Thérese d’Avila”, Savoirs et clinique, I/2007 (n° 8), pp. 13-25. A consultar: http://www.cairn.info/revue-savoirs-et-cliniques-2007-I-page-13.htm 21 Gregorio de NISA, La colombe et la ténèbre, textes extraits des homélies sur Le Cantique des cantiques. Cerf: Paris, 2009. Pero, “liberada del velo de la desesperación”, el alma comprende poco a poco que “el hecho de progresar cada día en su búsqueda, y de nunca dejar de subir, es el verdadero goce de lo que desea, porque cada vez que su deseo está colmado, engendra el deseo de los bienes superiores” (pp. 85-87; pp. 109-111). 22 A. COMTE-SPONVILLE. L’esprit de l’athéisme. Introduction à une spiritualité sans Dieu. Albin Michel: Paris, 2006. 23 F. GUIBAL, “Une spiritualité laïque? À propos des essais de André Comte-Sponville et de Luc Ferry”, Études, septembre 2007, p. 201-211. 25 Ver nuestro texto: R. LEMIEUX, “Misère de la religion, grandeur du spirituel”, Ton ami. Bulletin de l’Association québécoise de la pastorale de la santé, n° 55, 2001, pp. 10-23. 26 Se comprende entonces que, por actos suicidarías sostenidos o no por comunidades extremistas, algunas alcanzan a poner su vida en juego para que su vida tenga sentido. Ver a este propósito: L. de SUTTER. Théorie du kamikaze. Presses Universitaires de France: Paris, 2016. 28 G. SIEGWALT. Le défi ecclésial. Une voix protestante pour la réalisation de l’Église. Écrits théologiques IV. Éditions du Cerf: Paris, 2016, p. 254. 31 J. LAFFITTE, « Le péché de Gomorrhe ou la tentation intégriste », Études, noviembre 1996, pp. 507-515. 32 A. EHRENBERG. La fatigue d ́être soi. Dépression et société. Odile Jacob: Paris, 1998. Ver también, del mismo autor, La société du malaise. Odile Jacob: Paris, 2010. 33 ANGELUS SILESIUS (Johannes Scheffler). Le pèlerin chérubinique (Der Cherubinische Wanndesrmann, 1674). Albin Michel: Paris, 1994. 34 V.
HAVEL, « Le pouvoir des sans pouvoir », en Essais politiques.
Calmann-Lévy:
Paris, 1989, pp. 65-157. Este obra está bajo una licencia
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